Por qué Bachelet quiere deshacerse de nuestra Constitución?
Resulta llamativa la insistencia con que la Presidenta Bachelet pretende deshacerse de la Constitución de Chile. Vuelve a poner el tema en el tapete recientemente con motivo de la cadena nacional que hiciera para cambiar el financiamiento a la política, lo reitera en un programa televisivo en el que anuncia el cambio de gabinete, lo repite en su discurso del 21 de Mayo, sus voceros logran titulares anunciando que la Constitución se reforma con o sin acuerdo… El solo planteamiento del tema abre la puerta a una crisis constitucional cuyo desenlace es, lamentablemente, de pronóstico reservado y resulta abiertamente contradictorio con la intención del país de reforzar su institucionalidad.
No deja de sorprender que decisiones tan importantes como el cambio en las reglas constitucionales se tomen guiadas por el capricho, por un sentido común coyuntural y sobre todo sin contrastar con la realidad. ¿Acaso la Presidente Bachelet ha estudiado siquiera las preguntas más básicas que deben hacerse a la hora de reformar la norma fundamental de un país? Cuando se tiene necesidad de recuperar la posición en política, se suelen lanzar propuestas vistosas sin concretarlas ni temporalizarlas ni, mucho menos, dotarlas del presupuesto necesario para llevarlas a cabo. Algo tenía que hacer la señora Bachelet para que no le usurparan la vanguardia ideológica pero imposible sacarle qué cambios concretos a nuestra Constitución serían necesarios.
Los distintos argumentos dados hasta ahora son superficiales. Van desde la ilegitimidad de origen de la actual Constitución hasta los últimos hechos de supuesta corrupción en campañas y pre campañas políticas, pasando por varios otros motivos confusos y menores.
Si se analiza la historia comparada, se observa que las constituciones nacen en dos situaciones: en momentos de conflicto (constituciones de Estados Unidos, Francia, Alemania, Japón, Portugal) o en momentos en que se pretende derribar el orden instituido y construir uno nuevo contrario a lo que hasta el momento se ha desarrollado evolutivamente por tradición (como fue el caso de las constituciones de todos los fracasados países bajo la Cortina de Hierro). Pero en ningún caso la legitimidad de una Constitución está dada por el momento en que surgió -precisamente porque suelen surgir en momentos de crisis- sino por su capacidad para generar una convivencia pacífica hacia adelante que abarca la posibilidad de reformarse de acuerdo a lo que ella misma disponga.
La Constitución de Chile, que lleva la firma del Presidente Lagos, nació en un momento conflictivo y ha sido útil para regular la vida de los chilenos en comunidad y enmarcar el período de mayor crecimiento del país, e incluye su reforma de 1989 para permitir las enmiendas parciales que han resultado en 34 modificaciones desde entonces a la fecha. La supuesta ilegitimidad no sería entonces un motivo de cambio sino una característica de su origen.
Otra razón que invocan es la necesidad de reformar la Constitución por los casos de supuesta –hasta no mediar sentencia judicial firme- corrupción en la política. Pero la corrupción no es un motivo para un cambio constitucional. No hay corrupción generalizada en Chile. No sabemos si la Presidente o sus familiares se enriquecieron con los hechos que son de público conocimiento, y no podemos acusarla hasta que una sentencia firme lo dictamine –lo que sí sabemos es que al menos careció del criterio del buen administrador al colocar a un familiar muy cercano en un puesto clave sabiendo que ejercía una actividad reñida con su influencia pública. Pero aun si hubiera corrupción, se trata de casos puntuales en el sector público y que pueden ser encarados cabalmente con leyes y acuerdos parlamentarios. De hecho así hemos funcionado hasta ahora.
Como sea, mediáticamente han logrado imponer la idea que todos los problemas de los chilenos se arreglan con un cambio constitucional. Así operan los políticos oportunistas, como los casos de Chávez y Evo Morales que fueron creando la presión política -a través de movimientos populares y movilizaciones callejeras, bombos y discursos panfletarios- para hacer el cambio constitucional en parte por las buenas y con algunas formalidades, y cuando fue necesario, también por las malas.
No, no conocemos ni es evidente el motivo por el que la Presidente quiere reformar nuestra Carta Magna, pero por lo que va de su gobierno y por lo que sabemos de la experiencia comparada, se podría inferir que quiere reformarla con el fin de acumular mayor poder para quienes nos gobiernan en detrimento de nosotros, los ciudadanos. Esto es lo que ha logrado con las reformas política, tributaria y educacional: una inmensa transferencia de poder de manos de los chilenos a las de unos pocos burócratas y políticos.
Por ello es dable pensar que están buscando veladamente pasar de un sistema de derechos y garantías con protección a las minorías, como tenemos hoy, y en particular a la propiedad privada, a otro totalitario en donde el Estado tenga un carácter omnipresente porque sea el gran proveedor, el gran dador, el gran juez, en definitiva, el Gran Hermano orwelliano. Y así lo dijo el día de su segunda victoria presidencial cuando aseguró que en el futuro la mayoría nunca más sería callada por una minoría.
Un analista suspicaz podría además sospechar que, previo a la debacle a la que la llevara su falta de criterio en el nombramiento de su hijo con tintes de nepotismo, también pretendía emular a los líderes de la mayoría de las repúblicas latinoamericanas y buscar la reelección -algo de ello se insinuó a fines del año pasado.
Si miramos el balance democrático en relación con las reformas constitucionales en América Latina, el resultado es desalentador. En buena parte del subcontinente latinoamericano el reeleccionismo presidencial inmediato que suele justificarse mediante el respeto irrestricto de la supuesta voluntad del pueblo en las urnas ha hecho nido a partir de los cambios en las normas fundamentales: Honduras, Brasil (1997), República Dominicana (2002), Costa Rica (2003), Colombia (2004), Ecuador (2008), Bolivia (2009) y Venezuela (2009) reformaron sus constituciones para permitir la reelección presidencial inmediata. La Corte de Nicaragua dejó sin efecto la norma constitucional que prohibía tajantemente la reelección presidencial continua para facilitar la permanencia de Daniel Ortega en el poder y en Colombia se tramitó una reforma constitucional vía referéndum.
Hay que recordar además que en la práctica los políticos que siguen estas tendencias populistas han avanzado en desvirtuar lo que es una constitución al oradar los fundamentos filosóficos que dan origen a un sistema jurídico que garantiza el concepto objetivo de justicia elaborado a partir del reconocimiento de los derechos individuales, para instaurar otro que desprecia cualquier criterio objetivo y según el cual es justo aquello que es establecido como justo por quien detenta el poder de legislar. De allí que principios inmanentes a la justicia, como la irretroactividad de las leyes, la imposibilidad de pena sin ley previa que establezca el castigo, lo que no está prohibido está permitido, etc. han pasado a tener un carácter lábil que depende del criterio del juzgado donde se acoja la demanda.
La utopía del comunitarismo
El comunitarismo –movimiento al que se declaró adepta Bachelet durante su campaña y que pareciera regir la mayoría de sus decisiones, y de allí que no extrañe el tratamiento de los delitos en el llamado “conflicto mapuche”- postula que sólo se debe considerar a la comunidad y no a sus individuos como parte de ella, que es un error exigir derechos individuales a expensas de la comunidad, que la vida de un individuo pertenece a los demás, que debe ser controlada por el colectivo y que la justificación de la existencia es el sacrificio por el grupo. Su utópico valor, el igualitarismo, olvida que la unidad de acción es el individuo, el ente que piensa, siente, elige y actúa. El lenguaje comunitarista con frecuencia utiliza arbitrariamente formas plurales (el Estado, la sociedad, los estudiantes) que atribuyen falazmente las mismas características, opiniones o deseos uniformes a múltiples personas. La colectivización sirve de excusa para inmiscuirse en asuntos ajenos y para obligar a los demás a colaborar en la resolución de problemas que no les afectan y de los cuales no son responsables.
Los individuos son en realidad parte de muchas comunidades, de todas aquellas de las que libremente deciden formar parte. La sensación positiva de pertenencia a una comunidad no puede conseguirse imponiendo la unidad por la fuerza. La sociedad humana está formada por una enorme cantidad de individuos con ideas y propósitos diferentes. Es un orden espontáneo complejo, resultado de las múltiples interacciones voluntarias entre los individuos, muy superior al orden empobrecedor que resulta de la organización coactiva del Estado socialista. Es imposible alcanzar un consenso colectivo completo acerca de los valores y objetivos de la sociedad. Muchos de los problemas sociales, parte de los cuales son causados por la intervención violenta de los poderes estatales, se resuelven si las instituciones respetan la propiedad privada. En una sociedad libre cada persona toma decisiones acerca de su vida. En una sociedad política los gobernantes toman decisiones acerca de las vidas de los gobernados y las imponen por la fuerza. Pero una acción no queda legitimada por el hecho de ser realizada de forma colectiva. Actuar juntos y coordinados da poder y fuerza, pero no otorga razón moral o ética.
En eso consiste el oportunismo comunitarista. Lograr imponer las reglas del juego sabiendo de antemano que no son posibles pero que quien las coloca va con ventaja. El ejercicio comunitario en el que todos los problemas de la sociedad se van a solucionar porque vamos a decidir todo de común acuerdo es una mentira. Ya a fines del siglo XVIII el Marqués de Condorcet demostró que la idea de asamblea como forma de gobierno en la que se decide por consenso no existe y que tiene ventaja quien pregunta o coloca la agenda porque al suprimir alternativas puede orientar el resultado hacia sus propios intereses.
Hay preguntas que no tienen respuesta única y va a ganar quien ponga la agenda en el tema. La asamblea constituyente, ¿va a aprobar sus votaciones por simple mayoría? ¿No debiera tener quorum alto para aprobar los cambios constitucionales? ¿Cómo van a elegir los distritos? ¿Cómo van a elegir a los representantes de los distritos?
¿Qué es una constitución?
Somos un grupo amplio y muy diverso que para convivir pacíficamente necesita un orden que elimine el riesgo de las formas belicosas y por ello se necesitan constituciones, normas estables en el tiempo o la fuerza de la tradición en la resolución de los problemas que garanticen un orden público para permitir el mayor margen de libertad a cada individuo para perseguir sus fines y anhelos, protegiendo los derechos de las minorías y evitando que las mayorías no las aplasten como ocurre en cualquier régimen totalitario.
En esta historia de normas necesarias para garantizar el orden que permite la libertad, el mundo occidental ha seguido dos modelos de constituciones, que aunque similares en apariencia tienen diferencias profundas: aquellas que se basan en principios lockeanos y las de inspiración hobbesianas, aquellas para quienes la libertad individual es el primer principio del orden social y aquellas que dan prioridad a la necesidad del poder gubernamental para proveer al orden social. Esta es la gran diferencia entre la Constitución americana y la francesa. El principio fundamental de organización de la sociedad de los Estados Unidos es la protección de los derechos individuales. Este principio es despreciado por la Constitución Francesa de 1791 donde la “razón de Estado” prevalece como criterio rector, la que se asienta en la idea roussoneana que la voluntad de la mayoría es la ley suprema.
Las consecuencias están a la vista. Si la Constitución de Estados Unidos dio lugar al experimento social más exitoso en la historia del hombre en términos de los avances obtenidos para el mayor número de personas y convirtió a este país en el destino migratorio por excelencia, la Constitución francesa que pretendía terminar con el gobierno arbitrario de los reyes trajo aparejado el “reino del terror” y la ejecución de alrededor de 40.000 personas, inflación, guerra, caos, estableciéndose finalmente con Napoleón el primer Estado policial; el gobierno del rey fue reemplazado por el de la Asamblea Nacional.
Y porque los americanos sabían que libertad con orden suponía un proceso difícil de mantener que tendía a evolucionar al totalitarismo o al populismo es que pusieron tantas salvaguardias las que, a pesar de los avances populistas que han tenido desde casi su misma sanción, no han logrado acabar con su sistema de bienestar y progreso.
Volviendo a Chile
La máxima ignaciana aconseja en tiempos de desolación no hacer mudanza. Por ello fue mal momento el elegido por la Presidente Bachelet para hacer su anuncio de llamado a un proceso constituyente. Pero si no hay más remedio habrá que perder complejos y hacerlo en dirección contraria a la que se nos quiere imponer porque no es que la Constitución chilena sea un ejemplo de protección a la diversidad de los individuos y sus deseos, ni de limitación a los poderes de los burócratas. Mucho más rápido que Estados Unidos podemos terminar en el populismo totalitario como la mayoría de nuestros vecinos latinoamericanos.
En el mundo moderno en que vivimos pueden surgir buenas ideas para protegerse de los burócratas manteniendo el orden que requiere una sociedad para florecer. Se podrá pensar con la calma y prudencia que corresponden en nuevas restricciones para proteger a las personas y a la diversidad, considerando además que estamos ante un contexto en que los burócratas pueden hacer más daño que antes por los avances tecnológicos, los mismos que pueden ser utilizados para expandir el horizonte de bienestar de los hombres. Cuando se habla de reformar la Constitución, y en sentido opuesto al que ha declarado hasta ahora la Presidenta debemos pensar en el menos popular entre nosotros, especialmente en las minorías, sea que esa persona pertenezca a una minoría por su color de piel o por la sombra de su ideología. Se puede ser minoría porque se vive en un barrio pobre o porque se elige enseñar a los hijos en su casa en lugar de mandarlos a un colegio.
Las ideas que puso en circulación la Revolución Americana, el Estado que diseñó, autoridad limitada, poderes que se equilibran, constitucionalismo, partidos que compiten, alternancia en el poder, propiedad privada, mercado y las actitudes que preconizaron para sustituir al viejo régimen absolutista -la meritocracia y la competencia– mantienen todavía una vigencia total. Hoy no sólo las treinta naciones más exitosas del planeta se comportan, más o menos, con arreglo a ese modelo de Estado, sino que resulta evidente que los países que abandonan los sistemas dictatoriales, generalmente opresivos y estatistas, como la URSS y sus satélites, tratan de desplazarse en la dirección del tipo de gobierno creado por los estadounidenses.
En todo caso tenemos que estar atentos a la visión kafkiana de la sociedad que como bien explica Milán Kundera en la quinta parte de El arte de la novela, “en la historia moderna hay tendencias que producen lo kafkiano en la gran dimensión social: la concentración progresiva del poder que tiende a divinizarse, la burocratización de la actividad social que transforma todas las instituciones en laberintos sin fin, la consiguiente despersonalización del hombre”.