Hoy el comunismo es un cadáver, y en ninguna parte más muerto que en China y Vietnam
ANTONIO COVA MADURO | EL UNIVERSAL
miércoles 1 de diciembre de 2010 12:00 AM
O cómo lo que se propuso como un sueño concluyó en una pesadilla. Y fue esto lo que mostró el corto siglo XX. En efecto, cuando él se iniciaba nadie hubiese podido imaginar, no sólo que apenas comenzada su segunda década se desataría una extraña revolución sino que esta le daría un particular sentido al siglo.
¿Quién hubiese imaginado que lo que nunca llegó a cuajar en el siglo XIX, a pesar de mostrar inmejorables condiciones para ello se produciría en el siglo XX? Nadie, ni los mismos protagonistas; pero así fue. Lo que dejara colgando la Revolución francesa, el asunto de la absoluta igualdad, desembocó en una utopía obsesiva: una sociedad feliz, capaz de producir lo que todos los hombres necesitaban; y hacérselos llegar sin pedir nada a cambio. La sociedad comunista, la misma que Fidel Castro dijo creer lograría -por fin- el socialismo del siglo XXI.
Pero cuando aquella inesperada oportunidad llegó, en octubre de 1917, llegó con una siniestra compañía: la guerra. O quizá peor: la ruina que toda guerra deja en su ruta devastadora. La revolución bolchevique, en efecto, sólo fue posible por la completa derrota militar y política del zarismo. Y esa partida de nacimiento tendría un peso terrible en todo su desarrollo. Aquel niño nació minusválido -y minusválido moriría.
Toda guerra -mucho más cuando es guerra total- trae consigo una hermana siamesa: la escasez. El diario y agotador combate para conseguir lo esencial para la vida. Y la escasez es madre de dos niños famélicos: la tarjeta de racionamiento y el mercado negro. El sueño, entonces, ya mostró rasgos de pesadilla y ellos no le abandonarían jamás. Tanto, que el ingeniero Giordani se sintió obligado a recordárnoslo hace poco: socialismo se reconoce por la escasez y el desabastecimiento.
Tocó a Stalin el mérito de darle un sentido: la escasez y el hambre que ella lleva aparejada eran requisitos necesarios para lograr la acelerada industrialización, sin la cual la prosperidad alcanzada por Occidente jamás sería posible en la sociedad comunista. En ese momento se vio muy claro el renacer de la prístina promesa de la revolución industrial: ¡el fin de la miseria!
Lo que el estalinismo no captó fue algo que hoy nos luce muy simple: la diferencia entre una "sociedad de iguales" y una "sociedad próspera", y al no hacerlo pasó por alto una observación que ya el capitalismo había considerado y que no es otra que el que a la gente le gusta más alcanzar la prosperidad que la igualdad. Peor todavía, que cada vez que pueda utilizará su prosperidad para distinguirse de sus vecinos.
Lo que con tanta claridad vio Tocqueville en los comienzos del siglo XIX se empeñó en no verlo el marxismo del siglo XX. Eso, sin embargo, parece que sí lo ha entendido perfectamente lo que queda del comunismo chino. Es más, lo que éstos han descubierto es algo impresionante: que el motor de la transformación social no es otro que la desigualdad. Y eso fue posible porque como la "igualdad" quedó identificada en la imaginación popular como la igualdad en la pobreza, abandonar la última (porque ¿quién quiere ser pobre si serlo no es otra cosa que querer y no poder?) inexorablemente implicaba abandonar la igualdad.
Cuando el comunismo tuvo éxito -como parecen sugerir las experiencias de China y Vietnam- lo tuvo también como arquitecto de desigualdad social. Por eso el título de "comunistas" ya no es otra cosa que un cascarón vacío. Triunfar, entonces, significó perder.
Pero, ¿cuál fue el éxito -si es que tuvo alguno- de Stalin y sus sucesores? Esta pregunta debe considerar un hecho singular que se atravesó en la vía: la brutal invasión nazi a lo que para ese momento se exhibía como el "socialismo en un solo país". De nuevo la guerra -esta vez una guerra defensiva- marcaría el destino del comunismo: la guerra convertiría a la Unión Soviética en un monstruo imperialista.
Súbitamente la URSS tendría que hacerse cargo de variados países y ello le impondría el agotamiento de sus recursos. Pero hubo más: le impondría una nueva misión -una que los chinos evitaron con el máximo cuidado-, la de convertirse en un imperio. Y esto fue lo que, a la larga, daría al traste con el comunismo.
Hoy el comunismo es un cadáver, y en ninguna parte más muerto que en China y Vietnam. Y un cadáver inmune a la resurrección: jamás tendrá la suerte de Lázaro. La pesadilla ya concluyó -el costo de imponerla es abrumador- y el sueño asume nuevos derroteros: hay opciones más tentadoras y aunque muchos no lo crean, más baratas.