Christopher Domínguez Michael
(24-12-2014).- No sé si quienes son tan indulgentes con el vandalismo de los maestros disidentes, de los llamados anarquistas o con la doctrina dictada a los normalistas de Ayotzinapa, saben bajo qué condiciones viviríamos si estos grupos gobernaran. En el mejor de los casos, tendríamos un gobierno chavista, en el peor, un régimen polpotiano. Pero para la izquierda democrática, avergonzada y cabizbaja por la inopia de sus gerentes, cómplices en la desaparición forzada de los estudiantes normalistas, hay, me parece, una gran causa que abrazar: la legalización de las drogas.
Una izquierda comprometida con ese proyecto recuperaría el crédito de los más jóvenes, deseosos de ser tratados como individuos libres y como adultos; llevaría la transparencia al más turbio de los negocios, arrancándolo, así fuera parcialmente, de las manos de los cárteles y elevando legalmente el ingreso de los campesinos que de grado o por la fuerza, cultivan mariguana o amapola, a riesgo de sus vidas y propiedades. Lo ha dicho medio mundo, desde intachables expresidentes hasta sospechosos jenízaros: la cruzada militar y policiaca contra las drogas, impuesta por Nixon en los setenta, ha sido uno de los fracasos más sangrientos de la historia moderna. Esos millones y millones de dólares tirados al basurero de una represión inútil, trasladados a la salud y a la educación, elevarían racionalmente el gasto público convirtiendo a la drogadicción en un problema médico y psicológico, cuyo tratamiento sería responsabilidad de un Estado (y de una sociedad) verdaderamente benefactora. Contra la barbarie, tendría un efecto civilizatorio: empezaría por desacreditar las mentiras piadosas y reconocer que la más letal de las drogas, el alcohol, es legal. Vivimos, como lo sabe cualquier padre de familia cada fin de semana, una pandemia, sobre todo entre las chicas, de alcoholismo adolescente.
No veo al paralizado y vaporoso gobierno mexicano ni a una derecha dedicada a cobrar sus servicios parlamentarios tomando esa arriesgada reivindicación. Sí veo, en cambio, a esa izquierda desvalida, volviendo a ser, con esa bandera, la soñada por sus fundadores: representante de los intereses de las mayorías y no de las alucinaciones de las sectas. La trasladaría, además, a un terreno, el de los valores morales, que hace rato le regalaron a los conservadores. Es a la supuesta heredera de Voltaire y Marx a la que le corresponde explicarle a un muchacho que, al proveerse con narcomenudista, ingresa en el mercado de una economía global y arma, localmente, a los degolladores, cremadores y desolladores de hombres. Es a la supuesta heredera de Proudhon y Lasalle a la que le toca explicarle a ese mismo muchacho que no basta con que él se abstenga de comprar y de consumir mariguana (ése sería el sermón del conservador) para cambiar las cosas, advirtiéndole de la necesidad virtuosa de un cambio estructural en la salud pública y en la noción de delito.
Cada día serán más los estados norteamericanos que despenalicen la producción y la venta de mariguana. El narcotráfico acrecentará su especialización en las drogas duras, que tarde o temprano deberán ser tan legales como el alcohol, sometidas, como es de desearse, al más estricto control médico. Se dirá que es muy difícil, que México (o toda Centroamérica) no es el veraniego Uruguay o que políticos como el gobernador de Morelos (el único que ha avanzado en ese sentido) están locos. Dirán que la legalización no es una panacea. Por supuesto que no: nada lo es cuando la violencia está en el centro de una sociedad. Finalmente, legalizar reconciliaría a la izquierda con el viejo liberalismo, aquel que vería asombrado que, en México, un adulto necesita una receta médica para comprar penicilina en una farmacia pero que ésta, tras cinco minutos de espera, se la regalan, hipocresía leguleya y negocio redondo, en el dispensario adjunto. La izquierda tiene en la legalización de las drogas una causa capaz de transformar a nuestro país ilegal en un país real.